Al llegar a casa, y para acompañar su subida, el alcohol no dejaba de subir. Sumió sus cuerpos en un mar de sudor, y sus mentes quedaron sumidas en un mar de irrealidad; en aquél donde no existe la vergüenza, donde reina la locura, donde la pasión es la ejecutora, en el que no importa el mañana, solamente el ahora.
Llegaron entre risas y traspiés hasta la puerta de la casa de Amélie, la número 4. Varios intentos fallidos de hacer penetrar la llave en la cerradura hicieron que, mientras la morena intentaba abrir la puerta, Clara estuviese vagando en el maravilloso mundo de los tiempos pasados, aquellos en los que era feliz, entre el último desgraciado con el que estuvo y Gerard. En aquella realidad alternativa, su boca sentía tatuada una sonrisa, y sus ojos brillaban parte por la felicidad, parte por el alcohol. Estaba recostada en la pared, junto a la puerta, y la tenue luz de las farolas de la calle arrojaban una marea de luces y sombras sobre el escultural cuerpo de la muchacha. Vuelve a ser Clara, mi Clara, pensó Amélie.
Por cada sonrisa que dibujaban los labios de su amiga, la apuesta francesa parecía tener menos claros los límites, ya bastante difuminados por culpa del tabaco y el alcohol, y el calor que traía la mezcla de la joven con las drogas se acentuaba con cada carcajada, derritiéndola, y haciéndola sentir más culpable por las cosas que pasaban por su mente.
Consiguió acertar por fin en el ojo de la cerradura, y tras casi caer de boca contra el suelo, entraron en el piso. Una ola de calor creciente cogió desprevenidas a las jóvenes, mientras perdían los tacones por la casa. Al terminar de hacerlo se levantaron, y parecía que, sin hablar, ambas se habían dado cuenta de lo silenciosa que estaba la casa, silencio sólo roto por su agitada respiración y por el tic tac de los relojes que tenía por casa. El gato pasó entre las dos, acariciándolas con su suave pelaje, mientras ellas se habían quedado mirándose en silencio. Aquel pequeño felino desató las risas de las jóvenes por enésima vez aquella noche.
Sabían que el alcohol estaba presente, y que el que aún mantuviesen la verticalidad era más azar que otra cosa. Amélie, como anfitriona, condujo de nuevo a su amiga al sofá, como aquella tarde. Sin embargo, ya no eran lágrimas, si no pequeñas perlas de sudor y una gran sonrisa lo que adornaba la cara de Clara. Fue a por un vaso de agua bien fría para cada una, mientras la joven española se recostaba en el sofá.
Ahora ya no estaban en el terreno del consuelo, el campo de juego era algo nuevo, tenía otros tintes, y para la francesa aquellos tintes eran francamente tentadores. No podía volver al salón, no mientras no se calmase un poco. Se bebió el agua, y notó una fría brisa por la espalda. Fue a cerrar la ventana, pero se quedó allí un instante, pensativa y absorta. El último sorbo de agua la sacó del ensimismamiento, y le recordó con quién estaba, cómo... Y decidió que aquella noche no podía terminar así, con unas risas y una enorme resaca pendiente. Cuando volvió de la cocina, la francesa encendió un cigarro, y se tumbó como Clara había hecho horas antes en su regazo.
Las cosas ya estaban un poco complicadas, ¿qué más daba complicarlas un poco más? Acosadas por los calores que la presencia del alcohol y, para Amélie, de Clara suponían, el mejor juego al que podrían jugar sería a uno francamente peligroso para su amistad.
La francesa tomó el vaso de agua y bebió un largo trago, buscando refrescarse. Los brillantes ojos claros de su amiga la estaban matando poco a poco. Era tarde, estaban borrachas, Clara y era preciosa y estaba allí, junto a ella, vulnerable... Indefensa.
Aquella tarde le había prometido que la ayudaría en todo lo posible... ¿Hasta dónde podría controlarlo? El silencio reinaba, y tan solo se veía interrumpido de vez en cuando por alguna memorable anécdota de la noche, que gracias a los balbuceos de ebriedad perdía el sentido a mitad de la historia y terminaba en carcajada.
La joven francesa buscaba la mirada de su amiga para profundizar en ella y en la alegría y la paz que desprendía, buscando una respuesta que ansiaba encontrar y cuya pregunta jamás había formulado. Viendo su sonrisa, su rostro de porcelana, sus cabellos dorados... No alcanzaba a comprender a Gerard, ni tan siquiera mínimamente, ¿por qué le hacía aquellas cosas a alguien tan... angelical, divino, puro?
Y en aquel silencio, cada cigarro moría para dar comienzo al siguiente, y el brazo de la muchacha reposaba en el pecho de Amélie, que lo acariciaba suavemente. También aquel contacto empeoraba la situación. La piel de Clara quemaba la suya, y su corazón se agitaba. Esperaba que la muchacha no se diese cuenta de la inminente taquicardia que se gestaba en su pecho.
Cada minuto aumentaba la atracción que la francesa sentía por su escultural amiga. No podía negar que estaba enamorada de ella, y la pasión comenzaba a golpear demasiado fuerte contra sus barreras mentales. Repetidamente las palabras, las preguntas, se agolpaban en su boca, pero morían en sus labios, que solamente dejaban pasar suspiros. ¿No podía prescindir de la pregunta? Aún no entendía por qué todo tenía que ser tan complicado.
Y en aquel momento, en el que las dudas la agobiaban, en el que la pasión la ofuscaba, en el que los sentimientos inundaban su mente, y en el que cada roce, cada mirada, cada olor significaban algo, Clara lo rompió todo. Y con ella, rompió su llanto. La joven rubia comenzó a llorar silenciosamente. Amélie salió de su ensimismamiento, y se incorporó. La miró, preocupada, y una vez más, sintió que las palabras no harían nada en aquella situación. Aún así, preguntó:
-¿Qu'est-que-c'est, Clara? ¿Es por Gerard?
-Es por todo... No soy suficientemente buena para nadie, Ame, siempre me la juegan, siempre me destrozan... ¿Tan fea soy? ¿Tan poco valgo? Nadie me quiere realmente... Y Gerard es el que más me hizo darme cuenta de eso... Mira cielo, está claro que no estoy hecha para el amor. Ningún hombre me podría valorar, no significo nada...
Y volvió a llorar en silencio. Amélie la atrajo hacia su cuerpo, la abrazó desde detrás, y la acariciaba suavemente, besando su cabello, estrechando la espalda de Clara contra su pecho.
-¿Qué dices? ¿Que no vales? Él es el que no vale nada. Él es el que no está hecho para amar, por no poder respetar y ser fiel. Él es el que merece estar llorando ahora, y no tú. Oh, cielos, si tan sólo con decir que no mereces nada, mereces más que todos esos capullos que estuvieron contigo y te perdieron. Eres preciosa, inteligente, cauta y justa. Eres mil veces mejor que todos ellos juntos.
Clara se giró, y la francesa hizo que recostara la cabeza sobre su pecho, mientras le acariciaba el pelo, y le secaba las lágrimas con los dedos. Cuando la española dejó de llorar, se incorporó, y quedó de rodillas, frente a Amélie. Aquella mirada penetrante, profunda, malherida y necesitada de cariño, era todo lo que la joven necesitaba como respuesta a su pregunta non-nata.
Forgiven Princess