Una imperceptible brisa agitaba las cortinas azules del balcón. Junto a él, sentada en su viejo sillón de cuero negro, Amélie leía de nuevo Le petit prince, redescubriendo la tierna historia página a página solamente acompañada de una taza de café caliente.
Pero, de pronto, la paz silenciosa que reinaba en el piso se vio quebrada por el impaciente teléfono. La joven descolgó suavemente, pero pronto se tensó, al escuchar la angustiada voz de Clara al otro lado.
- Hola, cielo, ¿estás en casa?
- Sí, sí estoy. ¿Qué pasa, chérie?
- Necesito hablar contigo de algo, no aguanto más.
- ¿Quieres que vaya para allá?
- No, mejor voy yo allí. Es un capullo, ha vuelto a hacerlo... Y está en casa. No quiero verle. Necesito salir de aquí.
En el poco tiempo que tardó en guardar su combinación de relajación favorita y adecentar la casa, Clara llegó a casa. El timbre gritó insistentemente, hasta que Amélie abrió la puerta. Allí estaba su amiga, alterada y con las lágrimas bañándole los ojos, caminando por sus mejillas y muriendo en su pecho. Se quedó un tanto aturdida por la desesperanzadora imagen, y la hizo pasar.
Se dio cuenta de que las palabras no servían para nada, no de momento. Ya había escuchado demasiadas palabras, demasiadas excusas, demasiadas frases cuya verdad moría al tiempo que terminaban.
Decidió que no rompería el silencio hasta que Clara no estuviese algo más relajada, y temiendo que su amiga se quebrase en su fragilidad momentánea, la abrazó con la puerta aún abierta. La joven francesa sintió como parte de la desesperación de su amiga goteaba sobre sus hombros descubiertos.
Aguardó unos segundos así, y cuando sintió que el flujo de lágrimas ardientes descendía, condujo a su amiga al sofá. Allí se sentó la rubia joven, mientras Amélie iba a buscarle un poco de agua fresca.
Tras unos sorbos al cristalino líquido y unas caricias relajantes de su amiga, Clara le contó entre sollozos qué había pasado con aquel bastardo conquistador. Gerard estaba en su casa, en su habitación, en su cama, en pleno acto sexual junto a una chica del barrio a la que Clara conocía, cuando ella entró en casa y fue a ponerse cómoda.
Estaba devastada, como si un tornado hubiese pasado por su corazón después de que una gran bomba nuclear acabase con él. Aunque Amélie sabía que no era así, Clara pensaba que no valía nada, que no merecía más que lo que recibía; y es que, de una manera u otra, todos los chicos con los que había estado la habían jodido.
Después de sacarlo todo de dentro, Clara se quedó en silencio, pensativa, distante, apagada. Amélie estaba confusa, ya había pasado por aquello tantas veces... Y siempre había estado ahí para apoyarla. Pero nunca fue tan duro como esta última vez. Ahora, Clara parecía haber perdido aquella gracia, aquella sonrisa, la luz que adornaba su rostro.
Así pues, aunque sabía que aquella vez era peor que las anteriores, y que cien clavos ardiendo atravesaban el corazón de la dulce joven rubia, Amélie le dijo aquello que tantas veces antes dijo: Ese tío es un cabrón, como todos, y no te merece.
Trató de calmarla frotando sus hombros y acariciando su cabello. Clara se recostó en el sofá, apoyando la cabeza en el regazo de su amiga y cerrando los ojos.
Tras un tiempo en silencio, acariciando su cabello y su rostro, la francesa le dijo a su amiga:
- ¿Y si te quedas unos días aquí? Así no tendrás que enfrentarte a él... Ni a ella.- Dijo en un susurro Amélie.
- ¿Harías eso por mí, de verdad?
- Por supuesto... Puedes quedarte siempre, ma petite copine. Para ti siempre estaré aquí, me ofende que lo dudes. Mi casa es la tuya, ya lo sabes, o deberías saberlo.
Clara abrió los ojos entusiasmada, y aquella sonrisa perdida regresó a su rostro momentáneamente. Estaba preciosa cuando sonreía... Amélie decidió que aquella belleza no podía afearse por culpa de un estúpido insensible. Le dijo a su amiga que podrían criticarlo al día siguiente, pero que la herida aún estaba demasiado abierta, y sin duda, aquella herida necesitaba alcohol y buena música para curar.
Así, convenció a Clara para que se diese una ducha, se arreglase el pelo, se pintase y se enfundase uno de tantos vaqueros y una de tantas camisetas llamativas que tenía la francesa en casa y, tras arreglarse ella misma, cogieron el bolso, las llaves de casa, y bajaron dirección al Golf negro de Amélie.
El coche hizo un tour por los locales rockeros más selectos de la ciudad. Un local llevó a otro por recomendación, y el alcohol comenzaba a tomar parte de las decisiones de las jóvenes, que ahora caminaban de tanto en tanto apoyándose una sobre la otra, con menor elegancia, pero con mayor alegría que al comienzo de la noche.
Las copas empezaban a contarse con los dedos de otro, porque los suyos ya no bastaban para la tarea, y Amélie se alegraba en su ebriedad de que la actividad tanto tiempo suprimida de su amiga volviese a su cuerpo, y que la soltura y el movimiento desplazasen el apagamiento y la depresión, aunque fuese cosa momentánea y a costa de la resaca del día siguiente.
Cuando ya no era noche tardía, sino mañana tempranera, la joven morena dijo a Clara que deberían volver antes de que algún policía madrugador se acercase por la zona en la que estaban y no las dejase llegar a casa.
A trancas y barrancas, con risas y tropezones, llegaron a duras penas al coche, y en él llegaron a casa, mientras cantaban a voz en grito la letra distorsionada de alguna canción de Mägo de Oz.
Continuará...
Forgiven Princess
P.D. Este relato no es como todos los anteriores, que son sólo míos (en el sentido de escritos por mí). Este es en colaboración con Clara. Y no, no es mi novia, Iago xD
4 comentarios:
Jo, yo no lo he firmado!
Voy a ello
=)
Gracias tonta ;)
Tenías que haber puesto;
"mano a mano con Clara"
jajajajaj
Un abrazo, el coment de arriba era mio
u_U
muy buena historia ....estoy ansiosa por leer el final :)
Tiritiiiii, segunda parte, segunda parte!!! x333333333333333333.
Besoooos =D
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