13.6.13

I

¿Alguna vez te has hecho preguntas poco normales cuando te quedas absorto? ¿No sabes de qué hablo? Te daré un ejemplo: en un accidente de transporte público, ¿crees que serías el héroe que rompe el cristal y ayuda al resto? ¿O más bien serías el que queda en estado de shock y es completamente inútil para el grupo y para sí mismo?

Hm... No parece satisfacerte mi ejemplo. Vamos a por otro, entonces. Si tuvieses que elegir entre perder de forma irreversible el oído o la vista, ¿qué elegirías? ¿Un mundo de tinieblas, la oscuridad completa, para siempre? ¿O tal vez el más abrumador de los silencios para el resto de tu vida?
Bueno, es probable que tú nunca te hayas planteado este tipo de cuestiones. Por lo que a mí respecta, mis momentos de calma introspectiva se ven constantemente plagados de estos pensamientos.

Seguro que te pica la curiosidad por saber mis respuestas, si no no seguirías leyendo. Tranquilo, no me haré de rogar. En cuanto a la primera pregunta, igual que todos, me veo siendo quien rompe la ventana. Ya, qué típico. Permíteme matizarlo un poco.

Seguramente tú te veas salvando a mucha gente desconocida, saliendo en las noticias, con tu foto en los periódicos. Yo me veo mientras sucede el accidente; me veo a mí misma en una situación de extremo peligro, buscando una forma de poner mi culo a salvo. Y una vez eso, ya hablamos del resto. No es egoísmo, es instinto de supervivencia.

Voy a añadir, además, que cada vez que me planteo esa cuestión establezco como base del supuesto que voy sola, sin conocidos: ni familia, ni amigos, ni pareja. Seguramente porque de no ser así entrarían en juego factores que escapan a mi control por completo: si salen heridos, sus reacciones...
Y también es cierto que según quién fuese la persona que me acompaña, antepondría su bienestar a mi propia seguridad, con todo lo que ello puede conllevar.

Bueno, suficiente respecto a eso. La segunda pregunta que te he planteado es realmente complicada de abordar. Partiendo de la nulidad natural para defenderse que posee el ser humano, perder cualquiera de nuestros mecanismos de alerta, a saber, la vista y el oído, supondría un hándicap bestial para el afectado. Más aún cuando hablamos de alguien que lleva toda su vida gozando plenamente de ese sentido.

Así pues, igual que en el otro caso buscaba un enfoque lo más razonable y lógico posible, aquí planteo el escenario más visceral, intenso e irracional: el del amor. Desde la perspectiva del amor, en este mismo momento, yo elegiría conservar el oído.

"¡Loca, elegirías la ceguera voluntariamente!". Sí, lo haría. Y te diré por qué. Sería duro, durísimo, que habiendo conocido al amor de mi vida se me privase de verle para siempre. Sería una tortura, pero aún así su rostro seguiría grabado a fuego en mi memoria: sus ojos, pícaros y profundos, a veces aterradores; su nariz pecosa y cómo la arruga cuando se mosquea o se ríe; sus labios gruesos, sus dientes perfectos, su lengua juguetona recorriéndolos.

Me resultaría prácticamente insoportable no poder verle pasar de nuevo los dedos entre su pelo, su sonrisa al encontrarnos o su cara somnolienta al despertar. Pero, aún así, podría acercarme a su boca y escuchar su voz.

Quizá no entiendas mi punto de vista, así que voy a simplificarlo tanto como puedo: sería completamente incapaz de vivir teniéndole a un centímetro de mí y siendo incapaz de escuchar un "te quiero" susurrado por sus labios en mi oído.

Saber que la persona a la que ya amaba en mi imaginario mucho antes de encontrarnos, la que he esperado siempre, es la que tengo frente a mí. Saber que intenta hacerme llegar un mensaje, que ha cargado un barco hecho de su aliento con palabras para expresar lo que siente por mí, y que ese barco jamás encontrará puerto, sencillamente me mataría.

Para mí, la vida no es vida sin poder escuchar un "te amo" de esos labios. Por eso elijo el oído antes que la vista. Por eso y por la música, el otro gran amor de mi vida, pero ya retomaremos eso más adelante.

Dejó el cuaderno en la mesa, segura de que jamás continuaría aquellas páginas. Era una de tantas novelas que había empezado. Le encantaba escribir, pero le faltaba paciencia y perseverancia para acabar ninguna de ellas. Tenía grandes ideas, pero la mente demasiado viva, demasiado dispersa, para insistir en ninguna y desarrollarla del todo.

Abrió la ventana para que la brisa casi estival penetrase en la habitación. Le Marais aún era un hervidero de turistas que entraban y salían de los restaurantes y tiendas tras visitar los numerosos museos de la zona. Comprobó su teléfono móvil para ver que, efectivamente, nadie había intentado contactar con ella aquella noche. Era martes, era de esperar.

Seguida de su gato Aser, fue a la cocina, se preparó una taza de té caliente y se dirigió al salón. Cogió la novela que estaba leyendo en aquel momento, La carta robada, de E.A. Poe, y se recostó en el sofá a leer.

Cuando se despertó la luna ya llevaba andado la mitad de su camino por la preciosa noche estrellada de París, cerró el libro y se dejó caer en la cama aún vestida.

Forgiven Princess

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