Sigues dormida, pero ya puedo ver grisear el cielo negro sobre el incansable alumbrado público de París. Desde luego, la de anoche fue una velada larga, pero increíble. Ojalá cada noche fuese como la de ayer.
Veo tu pecho subir y bajar mientras respiras, los guiños que haces cuando el pelo te toca la nariz y te molesta. Mientras los primeros rayos de Sol despuntan en el horizonte, me tiendo junto a ti, observando tu perfil recortado contra la tenue luz que se cuela por el ventanal.
No quiero tocarte para no turbar tu sueño, pero me perdería una y otra vez en tu piel el resto de mi vida, y sería feliz. Suave como el terciopelo, blanca como el alabastro. Esto, y no otra cosa, es la causa de mi pasión por Montmartre; acariciarte delicadamente y observarte con timidez.
El amanecer avanza presuroso, y me duele de pensar que en apenas 36 horas tendré que marcharme de nuevo. Me deslizo fuera de la cama, busco algo de abrigo y voy a la cocina. Pongo unas fresas en un bol, chocolate fundido en otro y preparo la cafetera. Enciendo el fuego y la pongo sobre el fogón, y busco dos tazas que lleno de leche a medias. Me asomo al balcón del salón y corto una dalia granate y naranja, la coloco en un pequeño jarrón con agua y lo pongo todo sobre la bandeja.
El café borbota furioso en la vieja cafetera italiana sobre el fuego, me apresuro a apagarlo y acabo de llenar las tazas, y las pongo junto a la flor, un azucarero, las fresas y el chocolate. Cojo dos brioches, los abro y unto con mantequilla y mermelada de frambuesa. Creo que ya está bien para ser un desayuno, así que agarro la batea y me dirijo a la habitación. El Sol de la mañana ya entra en la habitación sin ningún pudor, lamiendo con su luz anaranjada tu cuerpo.
Te giras hacia mí, con cara traviesa y te sientas en la cama. Deposito la bandeja frente a ti y me siento al otro lado. Cuidadosamente, te inclinas sobre ella y me besas. Comemos entre sonrisas, miradas cómplices y "qué bueno está". Me besas de nuevo para darme las gracias al acabar, y te levantas cogiendo las cosas para llevarlas a la cocina. Después escucho caer el agua de la ducha y tu dulce voz canturreando alguna canción inglesa.
Me siento en la cama, frente a la ventana que da a la Rue Becquerel y observo a París desperezándose. Hacía sólo un mes que no nos veíamos, ni tú y yo, ni París y yo. La ciudad eterna, siempre vieja, siempre nueva, elegante, sucia, dama y prostituta al mismo tiempo. París, ciudad de luces, de sombras. Llena de vida, de cultura, de fiesta y de responsabilidad. París, oh, París, cuánto la he echado de menos.
Y a ti, a tus besos, a tus brazos rodeando mi cintura. A la miel de tus ojos, a la rosa de tu boca, a tus mejillas incendiadas cuando mis labios recorren tu cuello. A los suspiros que escapan entre tus dientes, a tu mirada penetrante fija en mi cuerpo antes de abalanzarte sobre él. A tus dedos recorriendo mi cintura. Extrañaba tu perfume, el resto de él en la almohada cuando te levantas antes que yo y te marchas, hundir la cara en ella y sentir que no te has ido del todo.
Llevamos dos años así, y aún me atacan los nervios, cuando quedan dos días para vernos. Hemos vivido tanto... Y sin embargo es como si cada vez que nos vemos, fuese una primera cita. Como si tuviésemos infinitas primeras citas, sí. Los mismos nervios, las mismas ganas, la sonrisa tonta al pensar en ello, la torpeza inicial y la complicidad posterior al ver que ya hemos hecho todo cien veces.
Tan dentro de mí me hallo que no te escucho caminar por la habitación y rodear mi cuello con los brazos hasta que noto tus manos acariciando mis hombros y mi pecho. Tu barbilla reposa en mi espalda, y noto tu aliento erizarme el vello. Me giraría, pero quiero disfrutar esto un minuto más. Tu cuerpo junto al mío, el Sol bañándonos con su tibio manto y París atetisguándolo todo.
París... Tanto ha visto París... Si las ciudades hablasen, París no podría callar jamás. Confidente, amiga silenciosa, fiable y sincera. Nuestros cuerpos desnudos entrelazándose, como los de tantos otros amantes. El desayuno casi amistoso, como el de los universitarios que van el domingo con sus padres a un café para pasar la mañana juntos. Los gestos cómplices, la sencillez de nuestro amor, como tantas parejas en un banco en la plaza de los pintores, o en el asiento trasero de un taxi, o en un café del Boulevard de Rouchechouart.
Con voz susurrante me apremias a ducharme, tenemos que aprovechar el tiempo... 48 horas de cada mes. Parece un instante, pero durante ese instante, eres mía. Me levanto, me giro, te abrazo largamente y te beso. Me voy a la ducha, dándole la espalda a París por ti, pero confío en que sabrá entenderlo. París, la ciudad del amor. Sí, París siempre entiende a los amantes.
Forgiven Princess
1 comentario:
Qué bonito, pequeña :)
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