Él
El chico había vagado toda su vida de ciudad en ciudad, buscando una fuente que apaciguara aquella insaciable sed de conocimiento que lo invadía día tras día desde lo más hondo de su ser. Roma, Florencia, Atenas, Berlín y Londres eran algunos de los nombres que aquella cada vez más larga lista ofrecía a los curiosos. Ni una, ni diez, sino hasta 50 capitales culturales habían nutrido los conocimientos de aquel joven que rondaba los 27 dulces años.
Sus cabellos de color avellana resplandecían bajo la luz de un suave atardecer otoñal de la capital francesa. Sus ojos almendrados refulgían plateados, y su blanca dentadura recordaba la albura del mármol puro.
Bien vestido lucía su porte galante, enfundado con una camisa negra y una chaqueta roja que marcaba su bien torneado cuerpo, lucía en sus pies unos zapatos de negra piel bien lustrados hacía poco. La cadena que cruzaba sobre su chaleco le recordaba que su famoso reloj de plata marcaba el ineludible paso del tiempo.
Recortados contra un cielo naranja salpicado de nubes de sangre se perfilaban los tejados del barrio de Montmartre. Los edificios se alzaban impetuosos, como intentando contrarrestar la claridad del día con sus sombras, que alentaban a la umbría noche a que se cerniera sobre la ciudad.
Las múltiples parejas de enamorados que paseaban acompasadamente por las calles de París se iban retirando a sus hoteles y hostales, y mientras tanto, él observaba todo aquello fumando desde una azotea.
Sus ojos penetraban allá donde mirasen cuando recorría la ciudad: las aguas del Sena, los muros de Nôtre-Dame, los árboles de las avenidas, la gente sentada en los cafés con tazas humeantes en las manos... Ansiaba recoger todas sus experiencias, sus vivencias, sus sentires... ¿Qué pensarían? ¿Qué sentirían? Si tan sólo pudiese vislumbrar el verdadero conocimiento, si pudiese llegar a ser EL sabio...
Una alfombra multicolor cubría ligeramente el suelo, mientras los antiguos portadores de aquellas hojas se mecían avergonzados con el viento, esperando la venida de la primavera y los nuevos brotes que ella traía, invariablemente, año tras año. Parte del follaje caía inevitablemente al río que cruzaba la ciudad, dando una nota de color a la ya gélida agua del Sena, cuyo lecho contenía infinidad de objetos que, tras la pérdida del amor de un ser querido, eran lanzados al río con la intención de que el agua y el lodo borrasen los dolorosos sentimientos y las amargas sensaciones.
Aquel muchacho recorría distraídamente la inmensa urbe que, décadas atrás, examinaron, disfrutaron, odiaron, amaron y vivieron genios del calibre de Víctor Hugo, Renée Descartes o Edgar Degas. Aquel paisaje que combinaba deliciosamente modernidad y clasicismo, arte y eclecticismo, belleza y el descarnado espíritu cosmopolita propio de una gran ciudad. Aquel paisaje que se prostituía a fotógrafos, pintores y escritores por el simple y mero hecho de que todos pudiesen disfrutar de ella. La ciudad del amor, de los vampiros, de la leyenda, el misterio y la lujuria de la nobleza. La ciudad del pecado coronada por la gran joya, la catedral de Nôtre-Dame.
En su forma de actuar se denotaba su profundo interés por conocerlo todo. Arriba la experiencia empírica, esa era su doctrina. Incluso cuando estaba disfrutando de la compañía de un amante (no importaba su género, ya que debía experimentar todo y con todos), estudiaba meticulosamente todo lo que ocurría: los movimientos de la (o las) otra persona, sus reacciones, las sensaciones que él percibía, las formas del cuerpo, las texturas, los olores...
Algunas chicas y chicos que habían estado con él lo describían como un amante atento, servil, casi perfecto. Un tanto extraño e inquietante, eso sí, pero aquello no les importaba cuando la pasión cegaba su razón.
Aquellos que bien lo conocían, que podían contarse con los dedos de las manos, sabían que perseguía algo que la gran mayoría de los hombres ni siquiera adivinarían que existía, y cuya consistencia ni tan siquiera él tenía muy clara. Los que no lo conocían tan bien, simplemente pensaban que era otro chalado más, otro joven que acabaría muerto por darle demasiado trabajo a su aún tierno cerebro, otro de los que se llamaban amantes del saber, otro filósofo.
Las señoritas se extrañaban de que un muchacho tan bien parecido como aquel tan sólo tuviese relaciones sexuales esporádicas, nada sentimental, y por supuesto no podían comprender que no se comprometiese con ninguna joven... Todas ellas, jóvenes burguesas parisinas, preciosas y delicadas como muñecas de la más fina porcelana, se morían de ganas de disfrutar de la compañía de un hombre tan docto como aquel, del cual decían que además de ser un amante atento y generoso, era un compañero con un gran sentido del humor, y un excelente conversador y confidente. Y ya contaba con 27 años... Debía de estar buscando a la mujer perfecta, pensaban... Una joya como aquella, con tan brillante mente en un perfecto y bello cuerpo, no podía ser entregada a cualquiera. Él debía estar destinado a alguien superior, más parecido a él, alguien perfecto. Tal vez ninguna mujer estuviese a su altura, se consolaban. Tal vez ningún hombre lo esté tampoco, concluían al ver que ningún mozo contaba con su especial amistad.
Y en aquel preciso instante, en el que, como cada día, ya moría inevitablemente el crepúsculo para dejar paso a los oscuros dedos de la noche, los verdes ojos de una muchacha restallaron como fulgurantes esmeraldas desde su rostro. Estaba asomada en la ventana del piso inferior al suyo del edificio de enfrente, y lloraba con lágrimas silenciosas y labios trémolos. Sus cabellos enmarcaban el blanco rostro y el abundante busto de la joven. El chico sintió curiosidad por saber quién era la que provocaba una lluvia de tristeza desde su alma, y después lo invadió una intensa necesidad de calmar el sufrimiento de la chiquilla, sentimiento extraño para él, pues nunca había sentido tal cosa antes de aquel momento.
Bajó del alféizar de la ventana, se lavó la cara y las manos y se perfumó. Cogió su pañuelo favorito, y se dirigió al recibidor de su amplio piso. Frente al espejo se revolvió los cabellos para darles aquel aire travieso que tanto gustaba a las féminas con las que trataba habitualmente, se colocó la preciosa chaqueta bermellón, y salió lenta y distraídamente de su casa, dirección a la de la muchacha.
Por el camino se encontró con Pierre, que lo entretuvo con sus chismes sobre los vecinos, un nuevo pago para el mantenimiento de la fachada palaciega del edificio y alguna estupidez más que no alcanzó a escuchar, pensando en qué cosas podría hacer o decir para consolar a aquella estrella caída del cielo que había ido a parar al piso de enfrente para iluminarle en la oscuridad de la corrupta sociedad parisina.
Ella
Qué esperar de un mundo que, día tras día, te golpea con fuerza para que caigas y te rindas. Qué esperar de un hombre que ama más la fortuna de tu padre que a ti y te golpea para que te avergüences de tu belleza y detestes la compañía de la gente. Qué esperar de un padre que vende tu juventud al mejor postor. Qué esperar de una madre pasiva que permite las tropelías de su marido sin hacer nada al respecto, pensaba entre lágrimas. Qué pensar de un ambiente vano, que vuelve la cara ante los problemas más profundos que una arruga o una mancha.
Todavía recordaba los largos meses de lucha, de preparación para escapar de todo aquello. Todavía le dolían algunos golpes de aquel bastardo alemán afrancesado que tenía por pretendiente, un asqueroso vizconde de Dios sabía dónde. Todavía recordaba las lágrimas de impotencia de su madre que, callada, observaba desde un alejado y distante segundo plano el monumental discurso sobre los errores, sobre el honor, el valor, la moral y millones de falacias más que su padre convertía en verdad por decreto divino o costumbrista.
Tan sólo hacía 3 semanas de todo aquello, pero había conseguido salir airosa de la situación. Aunque claro, airosa era un término demasiado optimista para su situación... Desheredada, dejaba tras de sí la fama y la fortuna, el lujo y los caprichos que siempre habían envuelto su vida, llenándola de banalidades, haciendo que todo su entorno fuese una gran burbuja compuesta de humo, alcohol, sexo y degeneración. Se vio de repente sin esposo ni pretendientes, ya que ¿quién se casaría con una muchacha pobre, sin dote ninguna? Por muy bella y agradable que fuese, no podía imaginar quién sería el desgraciado que acertaría a casarse con ella sin recibir ningún tipo de beneficio de la unión.
Aquel intrigante hombre seguía sentado en el marco de la ventana, jugueteando con los mechones de su cabello, mientras observaba el horizonte crepuscular, cuyo brillo reflejaba en sus argentinos ojos almendrados. Los hombres, siempre temerarios, siempre despreocupados... Un día se caería y se mataría. Maldito idiota. Al instante siguiente agitó la cabeza. Que todos los hombres que hasta entonces la habían rodeado fuesen unos cabrones sin alma no quería decir que los varones, por definición, lo fueran. No tenía pruebas de que aquel chico fuese un idiota, y menos con la fama que lo precedía.
Le parecía una persona interesante, con aquel halo de misterio que le otorgaban sus extrañas prácticas y su vida aparentemente anodina y errática. No conocía su nombre, y dudaba que alguien lo supiese realmente... Aunque todo el mundo en París sabía de quién se trataba sólo con describirlo vagamente. Las muchachas lo reconocían por la belleza de su rostro, la elegancia de su porte, la firmeza de sus músculos y la galantería que lo caracterizaban. Los varones lo conocían por sus artes oratorias y conversacionales, ya que se decía de él que no había hombre ni mujer capaces de arrebatarle el habla, de ganarle una discusión, o de rebatir uno de sus argumentos sentenciosos que siempre dejaban cabida a la duda.
Sonrió amargamente mientras miraba al rojizo cielo que hacía que sus ansias de calmar la ira que sentía por dentro aumentasen, deseando que una violenta racha de viento se la llevase para siempre, lejos, a un lugar exótico, cálido y desierto. Estaba hastiada de la civilización, de la ciudad y de la gente. Para cuando, un par de minutos más tarde, bajó la mirada, el insondable joven había desaparecido de la ventana, aunque en la casa seguía advirtiéndose la iluminación. Con una cruel ironía presente en su mente miró hacia la calle, por si el oscuro presagio que había ocupado su pensamiento minutos antes se había cumplido. No, no era así. Gracias al Cielo, pensó.
Sobre el balcón por el que desbordaban sus blancos y firmes pechos caía en amplias ondas una melena marrón oscuro, de aspecto suave. Sus ropas, de colores que bailaban entre claros turquesas hasta vivos violetas, hacían resaltar la palidez de su tersa piel, sobre la que destacaban el rojo intenso de sus labios y aquellos afilados pómulos rematados en rosadas y finas mejillas que revelaban sus escasos 20 años de edad. Asomaba su esplendorosa belleza por la ventana, y en su mano un cigarro apagado esperaba morir consumido por las llamas. Era un vicio detestable, pero no le importaba, ya nada le importaba.
Seguía mirando la oscura y fría calle, los coches de caballos pasaban con su traqueteo habitual, que daba ritmo a la escena. Algún transeúnte caminaba deprisa y encogido, embutido en su abrigo, coronado por uno de aquellos sombreros que tan a la moda en la capital francesa en la época. Las hojas amarillentas se agitaban contra la rebelde brisa que las alzaba violentamente del suelo. Aquello no le decía nada, pero últimamente pocas cosas habían que le dijeran algo.
Él apareció en la portería, arreglándose el pañuelo del bolsillo y charlando animosamente con el portero sobre algún tema que hacía que el viejo rechoncho riese y gesticulase grotescamente.
Encendió el cigarrillo, y fumó mientras observaba al misterioso joven cambiar el peso de una pierna a otra, demostrando algo de prisa por zafarse del amo de llaves de su edificio, que se empeñaba en entretenerlo una y otra vez, ahora señalando a la fachada. Dejó caer la ceniza por la ventana, y se encandiló mirando las volutas de humo que la combustión de la blanda droga generaba.
De momento vio que el objeto de su curiosidad estrechaba la mano al portero en señal de despedida, que entraba de nuevo al edificio, y se disponía a cruzar la calle que separaba ambos edificios sin cuidado, hablando consigo mismo en murmullos inteligibles (aunque a aquella distancia poco importaría que gritase o murmurase) y agitando la cabeza con una expresión de sorpresa peculiar. Maldito idiota, un día tendrá un accidente por no tener cuidado, pensó de nuevo.
Ellos
Ella quedó sorprendida al ver que el galán extranjero se adentraba en su viejo edificio. Como si previese lo que iba a ocurrir a continuación, agitó el humo de la habitación con la mano para expulsarlo fuera, fue a buscar un whisky no demasiado barato que tenía escondido en la alacena para ocasiones que requerían algo de valor artificial, y un par de vasos chatos que limpió tan concienzudamente como le fue posible en un par de minutos.
Se sentó en el diván de forma casual, y pensó: Serás estúpida, tendrás que levantarte a abrir. Pero aún sabiendo eso, conservó la postura, balanceando ligeramente ahora los hombros, ahora el pecho, ahora la cintura para retocar y perfeccionar la pose de mujer sensual, pero recatada y respetable al mismo tiempo.
Pasaron 15 largos minutos, y se rió de sí misma sarcásticamente. ¿Qué pensaba, que el más apuesto e inteligente galán de París se fijaría en ella, una pordiosera deshonrada? No podía creer que hubiese podido alcanzar aquel nivel de candidez. Decidió aprovechar, si podía llamarse aprovechar, que volvía a estar sola, sin consuelo y sin esperanza para perder su tiempo en ir a buscar su ropa a la lavandería.
Se peinó ligeramente para dar algo de volumen a su cabello, se reajustó el vestido y se perfumó suavemente. Pensó en lavarse la cara para eliminar las carreras de sal que decoraban sus mejillas por el llanto anterior, pero desechó la idea. Es una tontería pensar que alguien se fijará en algo así, pensó. Además, supuso que, al volver, las lágrimas no tardarían en retornar a sus ojos, y aún no había conseguido contenerlas mucho tiempo.
Abrió la puerta con la mirada gacha, y al girarse para cerrarla topó contra algo. Allí, con una preciosa y gran rosa roja (cuya procedencia no llegó a conocer ni tan siquiera años más tarde), y con la frente perlada por diminutas gotas de sudor encontró al joven de cabellos revueltos y traje bermellón. Se miraron intensamente durante unos instantes.
Los labios de ella temblaban con inseguridad. No se había equivocado, después de todo. Él venía a verla a ella, sólo a ella, y nada más que a ella; los ojos de él volaban por el cuerpo de ella, y viajaban desde su suave pelo a sus profundos ojos, descansando en sus pechos y en los rojos labios.
El joven tan sólo pudo pensar que la esencia de la belleza, si existía, estaba contenida en aquel cuerpo. Recordó las palabras del antiguo sabio: la Idea es original, es suprema, y es perfecta. Y pensó que aquella dulce moza, en su delicadeza, no podía sino ser el concepto de belleza, personificado para su perdición. Cayó enamorado al tiempo que sentía en el corazón el ardor de una flecha con que el caprichoso Cupido lo había atravesado.
Le ofreció gentilmente la rosa, que ella aceptó con cierto rubor en las mejillas. Entró en la casa, y él la siguió unos metros por detrás. Llegaron a la gran estancia en la que la muchacha hacía prácticamente toda su vida, y se sentaron. Él en el cómodo sillón, ella en el precioso diván. Le ofreció whisky, que él aceptó gustoso, pues tenía la boca seca, algo inusual para él.
El cazador cazado, como decía el dicho. Había perdido el habla. Él, que era la elocuencia personificada. Sudaba, él que era la entereza y la templanza hechas ser. Temblaba en su interior la valentía que siempre había sido su médula espinal.
Tan sólo acertó a decir una frase, tras observar largo y tendido a la muchacha, que esquivaba su mirada cuando ésta se dirigía a sus ojos:
- En tus ojos brilla todo aquello por lo que merece la pena luchar.
La muchacha se sonrojó y agachó la cabeza, mordiéndose el carnoso labio inferior con timidez. Aquel gesto despertó el espíritu del depredador, la parte seductora que había estado adormecida en él, y con determinación se levantó y se sentó junto a ella. Acarició sus hombros, su cabello, su espalda, sus brazos. Delicadamente alzó su rostro, levantándole la barbilla, haciendo que ella lo mirase directamente a los ojos, mostrando en los suyos una mezcla entre miedo, deseo, curiosidad y ansia. Con suavidad limpió las mejillas de la joven, que sentía la sangre quemando su rostro.
La abrazó después con una ternura casi paternal, y la consoló con livianas palabras de amor, esas que sólo un corazón henchido por la pasión y el respeto sabe pronunciar. La joven se separó ligeramente de él, y lo miró a los ojos. Él se zambulló en aquellos profundos charcos de tristeza y desamparo, y fue limando las asperezas que atormentaban su maltrecha alma, dejando paso a las pasiones más bajas de la naturaleza humana que afloraban conforme los problemas iban siendo suprimidos bajo la dulzura y el calor que emanaban del sensual joven.
Se puso en pie, y cogiéndola de la mano la invitó a hacer lo mismo. Se acercó lentamente a ella, mirándola, ora a los ojos, ora a los labios, y cuando escasos 3 centímetros separaban sus rostros, entreabrió los suyos. Suspiró sobre la cara de ella, que sintió la calidez de su aliento y respondió abriendo también la boca para fundirla con la de él en un lento y largo beso. La muchacha enredó sus dedos en el pelo del joven mientras lo besaba, y éste con los brazos rodeó su cintura, y la estrechó contra sí, hasta que sus caderas quedaron juntas, presionándose mutuamente.
La chica sentía el corazón golpeándole el pecho con fuerza, y la alivió un poco sentir también el de él, ya que sus torsos estaban pegados. Hacía ya rato que su respiración había dejado de tener una periodicidad normal, y ahora el oxígeno llegaba a su organismo entrando rápidamente entre jadeos y suspiros.
Los labios del muchacho buscaron el cuello de su amante, delicadamente tallado, como la más preciosa obra de arte. Besó la marmórea piel, primero de forma dulce, y después dio paso a sus dientes y a los mordiscos débiles y fugaces, que provocaban estremecimientos en la chica.
Se quitó la chaqueta, y ella se encargó de quitarle el chaleco y la camisa negra, dejando al descubierto un torso de belleza helenística, bien formado y desarrollado en su justa medida, de piel suavemente coloreada y con escaso vello. Él la abrazó desde atrás, apartando los cabellos, que desprendían cierto aroma a jazmín. Desató concienzudamente los nudos y distintos cierres que el intrincado corsé llevaba, tras lo cual dejó libre la esplendorosa belleza de las curvas de la joven, de una sinuosidad y perfección que ya desearían las grandes mujeres de la historia.
Sus lenguas se perdieron en la boca del otro, dejando que las manos, por su parte, recorriesen libremente la geografía corporal de su amante, investigando cada rincón con la precisión de quien tiene que recordar cada centímetro.
Entregados a la pasión que les envolvía no se percataban de la fría brisa que se colaba entre las cortinas, que refrescaba la sala y sus acalorados cuerpos. Las paredes, mudas hasta el momento, hacían suyos todos los gritos, gemidos y suspiros que los amantes se dedicaban, y los comentaban en voz bajita a los vecinos de las casas aledañas a la de ella.
La oscilante llama de los candiles fue perdiendo su ardor para, lentamente, dejarlos amándose en la penumbra. La luz de los faroles de la calle se colaba indiscreta por la ventana, y desde el cielo ahora despejado, una gran luna llena buscaba la albina piel de la muchacha, incrementando así la albura de la misma.
Los ojos del muchacho brillaban fulgurantes bajo el influjo de la gran lámpara celeste, y ella sentía que la luz que reflejaban podría iluminar finalmente la oscuridad que poblaba todos los ámbitos de su vida desde hacía tanto tiempo.
Agotados cayeron rendidos a Morfeo. Él se despertó, vio aquella cara angelical junto a su propio cuerpo y la cubrió con una manta. Se sentó frente a ella, en riguroso silencio, para observarla mientras dormía. En aquel estado era, si cabe, más preciosa todavía. Cuando ella despertó, él estaba mirándola absorto. Se levantó, lo abrazó y juntos, tomando un café, vieron el amanecer del nuevo día que, como siempre supieron, también fue el renacimiento de sus propias vidas.
Forgiven Princess
4 comentarios:
Así está mejor, me ha gustado mucho.
Un saludo.
Ea, eres la mejor.
=)
Espero y aceptes opiniones :)
Esta genial aunque siento que algunas palabras pueden ser remplasadas por otras que lo hagan aun mejor :)
Pero que puedo saber si solo soy una pobre intrusa ;)
GOOD (Y) Sigue asi...
A mi me tienes alucionado. Te veo como un artista del Renacimiento.
Me gustan los tres, pero si tengo que elegir eligo Él.
Un beso.
MIGUEL
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