18.6.13

La reina del hielo

 Hacía mucho que no iba por allí. Las calles le resultaban vagamente familiares... Todo parecía distinto, como si hubiese envejecido mucho en su ausencia. Pero recordó que cada vez que volvía le parecía que aquel lugar se desvencijaba de forma alarmante cuando ella no estaba presente.

Caminó sin rumbo fijo, observando por las ventanas los restos de las hogueras que ya nadie se molestaba en cuidar. Era tarde, y del candor del fuego que antes ardía en los hogares ahora sólo quedaban unas pocas brasas rojas y humeantes.

Las noches eran frías, siempre lo fueron. Y largas, siempre lo fueron. Y solitarias, siempre lo fueron. Aquel aire gélido, acompañado de los suaves acordes que arrancaba de las ramas de los árboles, del cauce del río, de las ventanas mal cerradas... Eran todo lo que necesitaba para que el camino tantas veces recorrido volviese a su mente.

Se abrió paso por un pequeño huerto, atravesó el puente del río Sonas y continuó andando un poco más. Y así, acompañada por el rumor del mar bravío en la costa cercana, con la luna llena iluminando su caminar, distinguió recortada la silueta de su destino ante la noche estrellada.

Seguía siendo imponente, igual que la primera vez que lo vió, tan joven e inocente como era entonces. Mucho había llovido desde entonces. Le asustaba de la misma manera que en aquel momento, porque no sabía si se perdería allí, porque no sabía si sería capaz de salir de nuevo una vez se habituase a estar en aquel lugar.

Pero aquella vez quizá fuese diferente. Tenía claro que había vuelto, y que quería quedarse por una temporada en él. Y también tenía claro que era ella la única que decidía cuándo entrar y cuándo salir de allí. Reanudó su marcha con vigor y la mirada fija en las altas torres, mientras se incorporaba al camino de antorchas que conducía al castillo.

Cerca de la muralla vio cómo las puertas se abrían ante ella, y una vez dentro un muchacho de ojos amables y algo dolidos la saludó con la mano. Ella continuó su camino, imperturbable. Entró en el edificio por la puerta principal, y a su alrededor se arrebolaban mayordomos, ayudantes, consejeros.

Su mirada ignoraba a cuandos la rodeaban, su paso era firme, pausado, determinado. Caminó por largos corredores, bajo la atenta mirada de los grandes hombres del pasado, y cruzó estancias repletas del arte más selecto del reino.

Finalmente, llegó al salón. Sus ojos se posaron en él, y sólo en él. Se dirigió directamente hacia él, apartando suavemente a quien osaba interponerse en su camino, por leve que fuese el obstaculo. No pensaba desviarse ni un milímetro de la trayectoria que había fijado.

Llevaba tanto camino recorrido que le parecía mentira que le hubiese llevado tan solo un día volver a palacio. Recordaba las aldeas, recordaba los caminos, visiones del trayecto nublaban su mente mientras se aproximaba a él. Lo echaba de menos, quería llegar, estaba ansiosa y aquellos escalones se le hacían la más alta de las montañas.

 Estaba tan duro y frío como siempre. Recorrió la filigrana y los grabados con los dedos, deliberadamente despacio. Se volvió ante la sala, observó detenidamente a los presentes y, con semblante solemne, se sentó. Colocó sus manos en torno a los dragones que remataban los brazos del trono.

Una doncella colocó la tiara plateada sobre su frente, que quedó perlada de minúsculos zafiros en forma de lágrima invertida.

La reina había regresado a palacio y el trono de hielo volvía a estar ocupado.

Forgiven Princess

13.6.13

II

Te voy a hablar de Helena. Sus penetrantes ojos de un gris acerado combinan perfectamente con sus rasgos, fuertes y afilados, entre los cuales desconcierta encontrar una boca de labios encarnados y gruesos siempre dibujando una sonrisa. De la misma forma que te mata con su mirada, puede revivirte con un beso. Su pelo azabache, siempre suelto, cae en tirabuzones desordenados sobre sus hombros y su pecho, hasta la mitad de la espalda.

A caballo entre los 20 y los 30, nunca ha sido joven del todo, pero está segura de que jamás dejará de ser un poco niña en su interior. Le encantaría dedicarse a cientos de cosas: un día quiere salvar los manglares de la explotación de la pesca de arrastre, y el siguiente quiere ser una empresaria de prestigio, para dos semanas más tarde querer comprar un viñedo en la Toscana y dedicar su vida a producir vino de calidad y escribir sus pensamientos en un cuaderno como este.

Sabe con certeza, sin embargo, que el futuro que la hará más feliz está atado con una cadena hecha por Hefesto al arco de su cello. Dedica su tiempo a escribir e interpretar canciones con dos amigos, a la guitarra y la batería, mientras ella canta  y toca el violoncello como si en ello le  fuese el alma (y se le va).

Claro está, os hablo de su tiempo libre. Helena trabaja de 5 a 3 en una pastelería. Le encanta su trabajo, pero no quiere dedicarse a eso el resto de su vida. Cree firmemente que la comida está más buena si se hace con cariño para quien está destinada a comérsela, y por más que a ella le gustaría, no conoce a todos los clientes que compran lo que ella cocina, por lo que nunca logrará hacer la repostería que le gustaría elaborar.

Quizá debería dejarlo todo y dedicarse a la música, porque es lo que le en realidad le apasiona, pero tiene pánico a depender de nadie en ningún aspecto. A los 18 cogió su maleta de cuero, empaquetó todo lo que cabía dentro, hizo lo mismo con su mochila y salió por la puerta de casa de sus padres. Ellos jamás la aceptaron como era, y ella no quería vivir en una casa en la que tenía que ser "tolerada" porque no consideraba que a las personas se las tenga que tolerar.

Seguramente pensarás que te hablo del amor del que con tanta pasión hablaba anteriormente. Siento decepcionarte, pero Helena soy yo.

 Le parecía demasiado pronto para hablar de alguien que no fuese ella misma, e incluso para eso también. Decidió qué temas debía tratar después de haberse descrito vagamente, y mientras aún sostenía el bolígrafo contra el papel, comenzó a dibujar figuras geométricas distraída.

Forgiven Princess

I

¿Alguna vez te has hecho preguntas poco normales cuando te quedas absorto? ¿No sabes de qué hablo? Te daré un ejemplo: en un accidente de transporte público, ¿crees que serías el héroe que rompe el cristal y ayuda al resto? ¿O más bien serías el que queda en estado de shock y es completamente inútil para el grupo y para sí mismo?

Hm... No parece satisfacerte mi ejemplo. Vamos a por otro, entonces. Si tuvieses que elegir entre perder de forma irreversible el oído o la vista, ¿qué elegirías? ¿Un mundo de tinieblas, la oscuridad completa, para siempre? ¿O tal vez el más abrumador de los silencios para el resto de tu vida?
Bueno, es probable que tú nunca te hayas planteado este tipo de cuestiones. Por lo que a mí respecta, mis momentos de calma introspectiva se ven constantemente plagados de estos pensamientos.

Seguro que te pica la curiosidad por saber mis respuestas, si no no seguirías leyendo. Tranquilo, no me haré de rogar. En cuanto a la primera pregunta, igual que todos, me veo siendo quien rompe la ventana. Ya, qué típico. Permíteme matizarlo un poco.

Seguramente tú te veas salvando a mucha gente desconocida, saliendo en las noticias, con tu foto en los periódicos. Yo me veo mientras sucede el accidente; me veo a mí misma en una situación de extremo peligro, buscando una forma de poner mi culo a salvo. Y una vez eso, ya hablamos del resto. No es egoísmo, es instinto de supervivencia.

Voy a añadir, además, que cada vez que me planteo esa cuestión establezco como base del supuesto que voy sola, sin conocidos: ni familia, ni amigos, ni pareja. Seguramente porque de no ser así entrarían en juego factores que escapan a mi control por completo: si salen heridos, sus reacciones...
Y también es cierto que según quién fuese la persona que me acompaña, antepondría su bienestar a mi propia seguridad, con todo lo que ello puede conllevar.

Bueno, suficiente respecto a eso. La segunda pregunta que te he planteado es realmente complicada de abordar. Partiendo de la nulidad natural para defenderse que posee el ser humano, perder cualquiera de nuestros mecanismos de alerta, a saber, la vista y el oído, supondría un hándicap bestial para el afectado. Más aún cuando hablamos de alguien que lleva toda su vida gozando plenamente de ese sentido.

Así pues, igual que en el otro caso buscaba un enfoque lo más razonable y lógico posible, aquí planteo el escenario más visceral, intenso e irracional: el del amor. Desde la perspectiva del amor, en este mismo momento, yo elegiría conservar el oído.

"¡Loca, elegirías la ceguera voluntariamente!". Sí, lo haría. Y te diré por qué. Sería duro, durísimo, que habiendo conocido al amor de mi vida se me privase de verle para siempre. Sería una tortura, pero aún así su rostro seguiría grabado a fuego en mi memoria: sus ojos, pícaros y profundos, a veces aterradores; su nariz pecosa y cómo la arruga cuando se mosquea o se ríe; sus labios gruesos, sus dientes perfectos, su lengua juguetona recorriéndolos.

Me resultaría prácticamente insoportable no poder verle pasar de nuevo los dedos entre su pelo, su sonrisa al encontrarnos o su cara somnolienta al despertar. Pero, aún así, podría acercarme a su boca y escuchar su voz.

Quizá no entiendas mi punto de vista, así que voy a simplificarlo tanto como puedo: sería completamente incapaz de vivir teniéndole a un centímetro de mí y siendo incapaz de escuchar un "te quiero" susurrado por sus labios en mi oído.

Saber que la persona a la que ya amaba en mi imaginario mucho antes de encontrarnos, la que he esperado siempre, es la que tengo frente a mí. Saber que intenta hacerme llegar un mensaje, que ha cargado un barco hecho de su aliento con palabras para expresar lo que siente por mí, y que ese barco jamás encontrará puerto, sencillamente me mataría.

Para mí, la vida no es vida sin poder escuchar un "te amo" de esos labios. Por eso elijo el oído antes que la vista. Por eso y por la música, el otro gran amor de mi vida, pero ya retomaremos eso más adelante.

Dejó el cuaderno en la mesa, segura de que jamás continuaría aquellas páginas. Era una de tantas novelas que había empezado. Le encantaba escribir, pero le faltaba paciencia y perseverancia para acabar ninguna de ellas. Tenía grandes ideas, pero la mente demasiado viva, demasiado dispersa, para insistir en ninguna y desarrollarla del todo.

Abrió la ventana para que la brisa casi estival penetrase en la habitación. Le Marais aún era un hervidero de turistas que entraban y salían de los restaurantes y tiendas tras visitar los numerosos museos de la zona. Comprobó su teléfono móvil para ver que, efectivamente, nadie había intentado contactar con ella aquella noche. Era martes, era de esperar.

Seguida de su gato Aser, fue a la cocina, se preparó una taza de té caliente y se dirigió al salón. Cogió la novela que estaba leyendo en aquel momento, La carta robada, de E.A. Poe, y se recostó en el sofá a leer.

Cuando se despertó la luna ya llevaba andado la mitad de su camino por la preciosa noche estrellada de París, cerró el libro y se dejó caer en la cama aún vestida.

Forgiven Princess